“El descubrimiento indígena de las drogas medicinales para una amplia
gama de enfermedades no fue una circunstancia fortuita, aun hay muchas
plantas medicinales por descubrir.”
El libro “El legado indígena: de cómo los indios de las Américas transformaron el mundo”, del antropólogo norteamericano Jack Weatherford, revela los aportes medicinales que los pueblos originarios americanos aportaron para el desarrollo del “viejo mundo”:
Durante la mayor parte de la historia humana, no hubo cura eficaz o preventiva para la malaria, un mal del Viejo Mundo. Aparece golpeando en cualquier lugar de África, Europa o Asia donde crecían los mosquitos, pero no en el continente americano. Cuando los europeos la portaron a América en los cascos de los barcos mercantes, los indígenas rápidamente descubrieron que una de sus medicinas tradicionales, la corteza del quino (llamada quina), ofrecía alivio de los síntomas. Esta corteza producía quinina, el ingrediente activo de la cloroquina.
La introducción de la quinina marca el principio de la farmacología
moderna. Con anterioridad, se utilizaban pociones, emplastos, raras
formas de cirugía y sanguijuelas para tratar la malaria. También
conocida como paludismo, se decía que se originaba en el aire sucio de
las marismas y otras zonas bajas. Antes de la propagación de la quinina,
se calculaba unos dos millones de muertes al año por esta causa en todo
el mundo, junto con decenas de millones de infectados. Y aún hoy, la
malaria tortura a millones de personas demasiado pobres para permitirse
las milagrosas drogas hechas de quinina.
Perú ofrece la quina a la ciencia, grabado del siglo XVII. |
Quina significa "corteza", pero esta particular corteza de poderes tan
milagrosos mereció el nombre
de quina-quina, "corteza de cortezas" y de
allí el nombre de quinina.
Los europeos no usaron esta palabra hasta 1820, cuando los científicos
parisinos Joseph Pelletier y Joseph Caventou extrajeron por fin el
ingrediente activo de la corteza y nombraron la substancia con el
término quechua.
Hasta entonces fue conocida como "cinchona", una perversión del nombre
de la condesa de Chinchona, Francisca Henrique de Ribera. Supuestamente,
esta mujer, casada con un virrey del Perú y que vivió con él en Lima a
principios del siglo diecisiete, fue curada de malaria por los indios con
la milagrosa corteza. Carlos Linneo la llamó cinchona, en honor a la
condesa que la había descubierto. Aún hoy, en algunas partes del mundo,
las persomas se refieren a la quinina como chinchonine.
La corteza se introdujo en Europa aproximadamente en 1630. En 1671, los archivos
del gobernador Berkley de Virginia muestran que, antes de la
introducción de la quinina, un colono de cada cinco moría de malaria
dentro del primer año. Tras su incorporación, el cambio fue simple e
impresionante: nadie más murió de ese mal.
Hasta que los químicos extrajeron el ingrediente activo de la corteza y
pudieron fabricarlo en el laboratorio, en el siglo diecinueve, la
quinina solo estuvo al alcance de los más ricos o de aquellos apoyados
por gobiernos y compañías colonizadoras. Rápidamente, los médicos se
dieron cuenta de que no solo curaba la malaria, sino que también la
prevenía. Así, las formas sintéticas de quinina, como la cloroquina y la
primaquina, sirven tanto como profiláctico como para el tratamiento de
la malaria.
Debido a la extrema amargura de la droga, la mezclaban con agua
azucarada para beberla. Este
preparado cotidiano se convirtió en el agua
tónica que hoy sigue comercializándose como un combinado en la
preparación de bebidas alcohólicas, aún en sitios donde la enfermedad
está erradicada.
En Tombuctú, venden unas botellas de gaseosa llamada Tónico Indio, una
bebida con una emblema de un indio de las llanuras norteamericanas. La
gaseosa resultó ser agua de quinina, y no se vendía como refresco, sino
como tonificante médico para restaurar la vitalidad y curar
prácticamente cualquier dolencia.
La evolución desde una importante medicina a un simple refresco es un
patrón corriente en numerosas medicinas basadas en drogas indígenas hoy
patentadas. Otro árbol americano, pariente del quino, ayudó a sanar la
disentería amébica, una infección intestinal letal causada por la
ingestión de ciertas amebas que provocan fiebre y diarrea sangrante. Los
indios de la Amazonía curaron esta enfermedad con una medicina hecha de
raíces de Cephalaelis ipecacuanha y C. Acuminaia de tres a cuatro años
de edad.
Al preparado le llamaron "ipecac" y unas de sus propiedades era que en
ciertas dosis hacía vomitar al paciente. Por esta capacidad, lo usaron
para expeler substancias no deseadas, además de las dañinas amebas,
principalmente venenos, y también para purificar ritualmente el cuerpo.
Las clínicas desintoxicantes de todo el mundo todavía usan ipecac para
expeler rápidamente sustancias tóxicas.
Los indígenas del norte de California y Oregón dieron a la medicina moderna el más popular laxante o catártivo: la corteza del arbusto Rhamnus purshiana. Este remedio evacúa completamente los intestinos de manera apacible. Los españoles la llamaron "cáscara sagrada". Debido a su sabor amargo, la mezclaban con azúcar o chocolate. Así, se ha extendido hasta convertirse en el laxante más usado en el mundo desde que fuera introducido por la industria farmaceútica americana en 1878.
Fue un médico holandés Jean Adrien Helvetius, quien lo introdujo en
Francia, y causó furor después de que curó la disentería del hijo de
Luis XIV.
Los indígenas del norte de California y Oregón dieron a la medicina moderna el más popular laxante o catártivo: la corteza del arbusto Rhamnus purshiana. Este remedio evacúa completamente los intestinos de manera apacible. Los españoles la llamaron "cáscara sagrada". Debido a su sabor amargo, la mezclaban con azúcar o chocolate. Así, se ha extendido hasta convertirse en el laxante más usado en el mundo desde que fuera introducido por la industria farmaceútica americana en 1878.
El tratamiento del escorbuto llamó la atención de los europeos debido a
un traumático incidente durante el segundo de los tres viajes a Canadá
del explorador francés Jacques Cartier (1491-1557) en nombre de
Francisco I. En noviembre de 1535, las naves de Cartier Grande Hermyne,
Petit Hermyne y Emerillon quedaron atrapadas por los hielos en el río
Saint Lawrence. Con el pasar lento de los meses, sus hombres comenzaron a
enfermar. Se tornaron apáticos y se debilitaron. Sus encías se
volvieron esponjosas y empezaron a sangrar. Feas manchas eruptaban en la
piel y empezaron a despedir un olor desagradable. Ya en febrero, de un
total de de ciento diez hombres, solo diez no mostraban síntomas de la
enfermedad. Solo quedaron veinticinco hombres vivos.
Cartier se dio cuenta de que los indígenas hurones que desarrollaban el
escorbuto no morían, sino que recuperaban plenamente su salud. Le
mostraron cómo hacer un tónico de corteza y espinas de un árbol de hoja
perenne, la annedda, un pino canadiense. Un desagradable preparado que portaba una maciza
dosis de vitamina C, una vitamina presente en todas las coníferas, y la única cura para el escorbuto. Quien lo tomaba,
se recuperaba en ocho días. Cartier registró en su bitácora que ni todas
las drogas del mundo podían hacer lo que los hurones hacían en una
semana. Por aquel entonces se desconocía por completo la existencia de las vitaminas, que no se descubrieron hasta principios del s. XX. En agradecimiento, Cartier secuestró al jefe Donnaconma y a
otros para que le llevaran hasta donde hubiera montañas de oro.
En dos
siglos no se supo de esta cura, hasta que James Lind (1716-1794) oficial
de la marina escocesa, estudió el incidente de Cartier y con ello la medicina occidental tomó
nota de que los pueblos originarios habían encontrado un remedio para la
enfermedad. Basándose en la investigación de Lind, en 1795 el
almirantazgo británico emitió una orden para que todos los navíos
portaran suministros de jugo de lima, que prevendría la enfermedad.
De ese modo, erróneamente, Lind entró en la historia como el descubridor de la causa y de la cura del escorbuto.
De ese modo, erróneamente, Lind entró en la historia como el descubridor de la causa y de la cura del escorbuto.
Al parecer, los incas supieron prevenir el bocio. Anualmente, cosechaban
toneladas del alga del océano Pacífico llamada Macrocystis (huiro); la secaban y
transportaban por todos los Andes para usarla como aditivo alimentario.
El elevado contenido de yodo de las algas previno la mayoría de tipos de
bocio en la población. Hoy, son los grandes buques comerciales los que
recogen estas algas.
Los pueblos originarios de Norteamérica también usaron cortezas de álamo o sauce
para elaborar un líquido capaz de curar jaquecas y otros dolores
menores. Sólo siglos más tarde se supo que su principio activo era la
salicina, muy parecido a lo que ahora conocemos como aspirina o ácido
acetilsalicílico.
Uno de los ungüentos más usados se conoce como vaselina. Los indígenas
descubrieron uno de los primeros usos prácticos del petróleo, para
proteger heridas, estimular cicatrización y mantener la humedad en la
piel. Además, no atrae a insectos, como sí lo hace el sebo animal.
La coca se cultivaba por campesinos al pie de los Andes y se utilizaba
como purificador ritual. Se masticaban o se hacían infusión para calmar
el cuerpo y aliviar el dolor y la incomodidad de la sed, el hambre, la
comezón y la fatiga. La coca llegó a Europa en 1565 por los dibujos y
descripciones científicos del sevillano Nicolás Monardes.
Solo a finales de la década de 1850 los químicos alemanes pudieron
aislar el componente activo, la cocaína, y su primer gran uso médivo fue
en 1880 como anestesiante de cirugías oculares, dentales y otras. La
sintetizaron para lograr la procaína, uno de los anestésicos más
importantes.
El joven químico Angelo Mariani introdujo el vino de coca Mariani, que
le valió una medalla especial del papa. Este vino hizo de la cocaína una
moda en Europa por sus propiedades medicinales y también refrescantes.
Además de León XIII y la reina Victoria, sus clientes incluyeron a
celebridades como William McKinley, Thomas Edison y Sarah Bernhardt.
Mientras, en EEUU un farmaceútico y veterano de guerra sudista, John
Styth Pemberton, de Atlanta, creo una serie de medicinas basadas en
ingredientes nativos y extranjeros. Uno de ellos fue el Vino de Coca
Francés, una imitación de vino Mariani anunciada como "estimulante ideal
para los nervios y el ánimo". Al reparar en que se podía comprar
alcohol en cualquier parte y que lo que más disfrutaba el público era la
propiedad estimulante, le restó vino y le agregó cafeína y saborizante
de nuez de cola africana. El resultado fue la Coca Cola, que salió a la
venta en 1886 como jarabe saborizante para refrescos, siendo la gaseosa
carbonatada la favorita.
Pemberton comercializó el jarabe en farmacias y atrajo el interés de
otro farmaceútico, Asa Griggs Candler, quien le compró la Coca Cola, que
superó las ventas y se levantó un verdadero imperio del refresco en
torno a ella. Aún después de que los fabricantes quitaran la droga,
siguió llamándose Coke o Coca. En la primera parte del siglo veinte, en
el sur de EEUU, la gente la llamaba "dope", estupefaciente. De hecho, en
el lenguaje de los sordos se mantuvo por mucho tiempo (y, en algunos lugares, todavía se mantiene) la misma connotación: el gesto de
insertar una aguja hipodérmica en el antebrazo superior.
Muchas de las raíces o cortezas medicinales indias sabían amargas o
picantes, por eso eran conocidas como "pepper", y sus bebidas tenían
nombres como Dr. Pepper. Así, el sabor amargo se asoció a la excitación y
a la medicina. Los jóvenes pronto acortaron la palabra "pepper" a "pep "
("ánimo") y así el inglés adquirió una nueva palabra. En el siglo veinte
se convirtió en una muletilla: charla pep, velada pep, píldora pep...
Así, apareció otra bebida cola, Pepsi.
A medida que la medicina americana se fue regulando bajo el control de universidades, hospitales y asociaciones médicas, y que los visitadores médicos pregonaban diversos tonicos que tenían más de charlatanería que de verdaderas fórmulas indígenas, fue desapareciendo la imagen del indio como sanador para dar paso a la de feroces guerreros y las películas del Salvaje Oeste.
Mientras, nuevos y virulentos males con los que nunca antes habían estado en contacto, diezmaron a los pueblos originarios que carecían de cualquier inmunidad contra ellos. Cantaron, mascullaron y oraron, buscando soluciones mágicas para dolencias que nunca antes habían visto, mientras veían cómo los recursos naturales también estaban siendo esquilmados.
Fuente:
“El legado indígena: de cómo los indios de las Américas transformaron el mundo”. Jack Weatherford.
Fuente:
“El legado indígena: de cómo los indios de las Américas transformaron el mundo”. Jack Weatherford.
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