miércoles, 22 de noviembre de 2017

Homo economicus y el Black Friday: la dictadura de los supermercados.

"En el mundo actual, todas las imágenes de felicidad acaban en una tienda". 
Zygmunt Bauman, sociólogo y filósofo.

El fenómenos de los rolezinhos surgió en São Paulo en 2014. Eran un grupo de jóvenes de la periferia, negros y mestizos, de bajos recursos, que acordaban encuentros masivos e ir de "role", paseo, por los centros comerciales. Centros reservados para un público de tez blanca y elevada capacidad adquisitiva. Estos jóvenes terminaron siendo criminalizados y un juez prohibió dichos encuentros, pese a que no constituían ningún crimen: sólo pretendían divertirse y armar jaleo. O quizás algo más. La antropóloga Lucía Scalco explicó que en realidad, se trataba de una manera de expresar el deseo de "participar en la periferia de nuestra sociedad, de asistir a los mismos lugares y territorios que los demás jóvenes de otras clases. El abismo social que vivimos es tan estructural y arraigado que las clases media y alta no lo perciben y las autoridades solo se animan a prohibir su entrada a un lugar que debería ser público”.
"Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz." le dice Lenina a Bernard, protagonistas de "Un mundo feliz" de Aldous Huxley. "Sí, hoy día todo el mundo es feliz", le responde Bernard. "Pero, ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz…de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos."

Libertad, es la idea mil veces repetida por el discurso hegemónico. "La gran ventaja del capitalismo es que somos libres para elegir lo que queremos comprar (siempre, claro está, tengamos dinero suficiente), y esa libertad fuerza a las empresas a competir por ofrecernos cada vez mejores productos y a mejor precio. ¿Es esto cierto?". se pregunta Nazaret Castro, en su libro "La dictadura de los supermercados. Cómo los grandes distribuidores deciden lo que consumimos"

Y continúa: Es el teatro de la libre elección, porque detrás de la aparente diversidad de productos
que se manifiesta en múltiples colores, sólo un número muy limitado de productores consiguen llegar a las estanterías del super, sólo aquellos que se ajustan a las demandas del oligopolio de la gran distribución. Del griego "oligo" pocos, y "polio", vendedor. Un pequeño número de actores que controla la oferta de un producto y puede así controlar los precios. Cada vez más, las mercancías que vemos de embalajes muy distintos, marcas muy diversas, pertenecen al mismo puñado de grupos empresariales multinacionales. Por eso, también es un "oligopsonio", de "psonio", compra. Unos pocos compradores controlan la demanda, la compra a los productores a quienes compran la mercancía que producen. Así es como determinan qué productos terminamos comprando.

El mayor triunfo del sistema capitalista consistió en convencernos de que la economía no es el modo en que escogemos organizar nuestra relación con los recursos, sino que ese modo ya nos viene dado como una ley universal y consiste en administrador recursos que son siempre escasos. El Homo economicus es el individuo absolutamente racional que compra friamente, analizando si un producto proporciona la mayor utilidad en relación con el precio. Calculando qué le reporta más placer, o satisface mejor sus necesidad, a un menor precio. Es a este homo economicus al que apelan las complicadas promociones de los envases que prometen "un 25% gratis" o "100 gramos más" o "productos con vitaminas A + D". Aunque sea imposible comprobarlo. Aunque ya esté demostrado que las personas que aprovechan las promociones acaban gastando más. "Si se sigue hablando de precio en vez de valor, al final les convenceremos de que el precio es el único argumento relevante para tomar las decisiones de compra", escribió J.A. Boccherini, del Departamento de Empresas Agroalimentarias del Instituto Internacional San Telmo.

Negamos que los argumentos basados en la emocionalidad nos afecten, como las que recibimos desde el comercio justo al pedirnos que pensemos en las condiciones sociales y ambientales de la producción, y no sólo en la calidad y el precio de esa mercancía. Pero no nos fijamos tanto en las manipulaciones a nivel emocional a través de las cuales la publicidad y el marketing nos imponen determinados hábitos de consumo.

"La economía es el método. La finalidad es cambiar el corazón y el alma" lo expresó con esta frase una de las principales arquitectas de la institucionalidad neoliberal, Margaret Thatcher. El hiperconsumidor del siglo XXI, como lo llama Gilles Lipovetsky, se ha acostumbrado a deambular por los pasillos interminables de los grandes almacenes, a pagar en caja sin apenas intercambiar palabra y a sustituir los paseos por los parques y las calles por los grandes comerciales. Antes, si merodeabas por una tienda sin comprar, casi te echaban. Ahora, consiste precisamente en que mires, en que te sobrevenga el deseo, el impulso de comprar algo que no necesitas. (El escaparate, tal y como lo conocemos hoy en día, nace en el siglo XIX, muy ligado a la aparición de grandes almacenes.)

"El consumo ha conseguido infiltrarse hasta las relaciones con la familia y la religión, la política y el sindicalismo, la cultura y el tiempo disponible. Es como si funcionara como un imperio sin tiempos muertos y de contornos infinitos" escribió Guy Debord. El consumo se entiende como una diversión, un estilo de vida, símbolo de abundancia, acceso a bienes materiales y a servicios y, por lo tanto, de bienestar. Para ello, fue fundamental divulgar el "american way of life" y el "más soy cuanto más tengo", con el único límite del dinero, con absoluta irresponsabilidad por las consecuencias. Con la disculpa de la libertad, anteriormente mencionada, se legitima la satisfacción irresponsable de los deseos individuales, aunque no sean admisibles eticamente. ¿Es legítimo colocar en pie de igualdad el deseo de tener un coche de lujo con el deseo de comer todos los días? Un ejemplo: un solo shopping gasta la misma energía que una ciudad de 10.000 habitantes.

Pero vamos a estas grandes superficies, decimos, porque "no tenemos tiempo". En realidad, nadie ha demostrado que se ahorre tiempo comprando en una grande superficie en vez de en varias tiendas del barrio. No solemos sumar el tiempo que invertimos en llegar al lugar, recorrer sus interminables pasillos buscando aquellos productos que han vuelto a ser esparcidos y cambiados de lugar, y esperar en interminables filas de las cajas. De todas formas, ¿es lo mismo conversar con el tendero que esperar en una fila hasta llegar a la cajera obligada a trabajar rápido y mecánicamente? La falta de tiempo nos genera angustia porque, además de consumidores, sentimos que somos nuestros propios empresarios y empresarias, y necesitamos rellenar el tiempo con actividades y relaciones personales que nos permitan mejorar nuestras posiciones en un mundo cada vez más hostil donde reinan los valores de la competencia, la eficiencia y la rentabilidad, frente a la solidaridad y la colaboración. Charlar con el/la tendero/a es una pérdida de tiempo. Todo nuestro tiempo debe estar al servicio de la maquinaria de la ganancia: es la expropiación del tiempo hy del espacio.

La obsolescencia programada o la deslocalización de la producción (producir a 15.000 kilómetros de distancia de donde se va a producir), son otros ejemplos de la irracionalidad extrema a la que nos lleva esta racionalidad instrumental del Homo Economicus. Pero también lo es la obsolescencia percibida, la publicidad que asedia al hiperconsumidor con nuevos modelos de sus artefactos, que han quedado antiguos, aunque perfectamente útiles, a los dos meses de compra. La rápida rotación de los productos provocan en los consumidores la sensación de urgencia: por si mañana ya no está, por si se agota. Así se crea un hiperconsumidor eternamente insatisfecho, porque nunca satisface del todo su deseo. Un consumidor que confunde necesidades (que son finitas) con deseos (que pueden ser infinitos). Ni siquiera percibimos el límite que impone nuestro bolsillo porque, para trascenderlo, están los créditos, las tarjetas o los pagos en cuotas. 
Sin embargo, ni siquiera el deseo es libre, sino manipulable. Tomamos de media 35.000 decisiones al día, 24 por minuto. En un mercado de la abundancia, hay que tomar atajos mentales nada racionales para escoger. De esto se encarga el marketing que diseña al milímetro las propagandas, la colocación de los productos, las sensaciones olfativas, la música ambiental... El objetivo no es satisfacer necesidades humanas, sino hacernos comprar cosas que no necesitamos. La atmósfera comercial que apela a la emocionalidad del individuo, a su deseo de pertenencia al grupo, a su identidad. Somos consumidores cada vez más influídos por factores emocionales. Cada vez más, no importa el producto en sí, sino la vinculación con la marca.

Se calcula que el 75% de las decisiones de compra se toman en el establecimiento, y el 80% de los que entran en un centro comercial acaban comprando algo. Todos volvemos siempre a casa con muchos más productos de los que tenemos en la lista de la compra, las más de las veces porque "nos lo merecemos" después de haber trabajado tan duro. O porque nos han inoculado la idea de que es un fracaso tener un kilo de más, una arruga o la piel de naranja, y para dar respuesta a este problema, existen las cremas y los productos light. Por eso, las técnicas de venta se orientan a que la experiencia afectiva vinculada al consumo del producto, sea percibido como una respuesta a nuestros problemas. Es en el hecho mismo de la compra, y no tanto en su uso, donde se encuentra la satisfacción. 
No importa las condiciones laborales de los productores que hicieron el producto, ni los impactos medioambientales que dejó la extracción de la materia prima, ni siquiera importan los costes para la salud y la diversidad cultural, sino únicamente la satisfacción de nuestros propios deseos. Es la mano invisible de la que hablaba Adam Smith, aquella que asegura que el egoísmo de los individuos redunda en bienestar público.

No hay alternativa, nos dicen. Por eso es más necesario que nunca pensar cómo habitamos el tiempo y el espacio, pasarnos a grupos de consumo y al mercado social, consumir localmente, producir alimentos saludables, volver al granel y envases retornables, y dejar el usar y tirar por el remiendo.


Fuente:
 Nazaret Castro, "La dictadura de los supermercados. Cómo los grandes distribuidores deciden lo que consumimos"

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martes, 7 de noviembre de 2017

Saudade, morriña, hüzün, hiraeth, o quienes le cerrarán los ojos a la tierra.

 "Saudade -Qué será?... yo no sé... lo he buscado
en unos diccionarios empolvados y antiguos
y en otros libros que no me han dado el significado
de esta dulce palabra de perfiles ambiguos.

Dicen que azules son las montañas como ella,
que en ella se oscurecen los amores lejanos,
y un noble y buen amigo mío (y de las estrellas)
la nombra en un temblor de trenzas y de manos.

Y hoy en Eca de Queiroz sin mirar la adivino,
su secreto se evade, su dulzura me obsede
como una mariposa de cuerpo extraño y fino
siempre lejos -tan lejos!- de mis tranquilas redes.

Saudade... Oiga, vecino, sabe el significado
de esta palabra blanca que como un pez se evade?
No... Y me tiembla en la boca su temblor delicado.
Saudade..."

Pablo Neruda

"Las procesionarias del pino se empujan, forman una hilera de seda que ellas mismas han creado y por ese camino marcado circulan y vuelven a circular incansablemente". Un entomólogo llamado Jean Henri-Fabre intentó que renunciaran a ese instinto colocando una maceta en torno a la palmera, diseminando el hilo de cera, eliminando todo rastro de su camino, separando a su líder... Las orugas se quedaron paralizadas al no poder acceder a la palmera, pero se quedaron en el mismo rastro de seda suicida. Sólo se alejaron de la maceta cuando quedaron extenuadas y muertas de hambre.

La antropóloga Virginia Mendoza hace una comparación del comportamiento de las procesionarias con el sentimiento de arraigo que se da en los grupos humanos, en su libro: "Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España Rural". Este hechizo del camino de seda no afecta sólo a las procesionarias, aunque nos creamos seres innatamente aventureros, también los seres humanos somos animales de costumbres. La Historia se empecina en mostrarnos a expedicionarios audaces, historias de Héroes que recorren largos viajes, ejemplos de emprendedores audaces, autónomos, individualistas. Pero la historia real es que en general, los seres humanos no tenemos esa tan grande ansia por explorar nuevas tierras. No nos gustan los cambios, las sorpresas o lo que no podemos controlar. El ser humano, nos decía Lévi-Strauss en “Tristes Trópicos”, se ha propuesto siempre la tarea de edificar una sociedad en la que fuera posible vivir bien, sin necesidad de cambio. Sociedades o comunidades más o menos estables en las que hubiese una continuidad en las interacciones, sin tantos cambios vitales abruptos, sin tanta reinvención de la identidad. De hecho, en una conferencia, Lévi-Strauss explicó que los antropólogos eran “los traperos de la historia” y que buscaban su tesoro en los cubos de basura de los historiadores.

Son las historias de muchos grupos humanos que decidieron, aún en su aislamiento, quedarse en sus tierras y con sus gentes. Y muchos aceptaron que eran los únicos seres que habitaban la tierra, sin ninguna pizca de ansiedad.

"¡¡Nosotros estamos solos en este mundo!!" Le gritaron los inughuit a Sackheuse (intérprete del almirante John Ross). Por eso, cuando les vieron a los hombres blancos por primera vez en 1818, creyeron que eran dioses o espíritus del aire.
Estos inughuit nunca habían visto al hombre blanco, pero tampoco a otros seres humanos. Sin embargo, aún en su permanente aislamiento, los extranjeros les definieron como una sociedad “feliz y satisfecha”.

También en las lenguas humanas se vislumbra este sentimiento de arraigo a la tierra. Mendoza explica el término galés "hiraeth", esa melancolía que se asocia a la falta de la tierra natal.

En portugués, bien conocida es la palabra "saudade". La palabra gallega es “morriña”, y la vasca "herrimina", dolor de pueblo, como "mal du pays" en francés, o "heimweh" en alemán.. 

"Hüzün" es la melancolía en turco, pero la melancolía de la que "participan millones”, según el escritor Orhan Pamuk. La melancolía de quienes viven atados a esa tierra. Un sentimiento que es vivido por un colectivo, entre las ruinas del Imperio Otomano. 

Los rumanos, quizás más solidarios con sus emociones, lo definen simplemente como "dór": "dolor". Mircea Eliade en "«Dor» Nostalgia rumana ", cuenta que es imposible hablar un cuarto de hora con un campesino rumano sin que esta palabra brote de sus labios. «¿Dolor de qué? ¿Quizá de la vida que dejamos pasar sin gozar? ¿Quizá de la infancia, de la juventud que de pronto descubrimos que hemos perdido? Seguramente de nuestros amores, que ya murieron, o del amor presente que no tenemos valor de agotar...»
  
"Un rumano no dice tan solo: Mi-e dor de tine, «tengo dolor de ti» (te amo); sino que también dice: Mi-e dor de iarba verde, «quiero ver las verdes hierbas» (tengo nostalgias camperas), o: Mi-e dor de un din bum!, «sediento estoy de buen vino»."

Una de las más bellas poesías del gran Eminescu se titula: Mai am un singur dor... «Sólo tengo ahora un deseo...»

«En la paz de última hora
No me abran la sepultura
En tierras de junto al mar.
Los bosques quiere mi alma
Se abran para descansar
Y que el cielo sereno cubra
El agua profunda y calma...»

La vida humana es feliz en la calma y en la conversación; no en la melancolía perpetua de este continuo trasiego de la historia. O en el ruido, en el vértigo y en la ambición que nos inculca este Sistema que nos exige cambios ambiciosos y emprendedores. Se nos dice que el ser humano es una especie ambiciosa, y que en su insaciable naturaleza humana hará lo que sea por explorar y conquistar nuevas tierras o, en menor medida, por colonizar ese nuevo iPhone.
Mientras, Virginia Mendoza ha conocido, en sus propias palabras, "a quienes le cerrarán los ojos a la tierra". Los y las que decidieron permanecer en su tierra y que "ni las ausencias ni los miedos minarían su instinto de permanencia". 

Y escribe:
"El mundo se acelera. La vida se acelera.
¿No será esta necesidad de volver a la vida lenta la máxima expresión de supervivencia ahora que la premura nos acerca a la muerte a marchas forzadas?"

Cuando somos bebés "la quietud nos aterra y pedimos que nos mezan con alaridos, lágrimas y gimoteos" Ahora, tenemos prisa por obtener silencio y quietud. "Volvemos al pueblo con un renovado orgullo: no hemos sucumbido a los males de la ciudad y eso nos hace fuertes e invencibles."



Fuentes:
http://www.filosofia.org/hem/194/esp/9430501a.htm