domingo, 27 de febrero de 2022

La máscara y el ávatar: el rostro de los espíritus y el origen de la persona.

 "¿Cómo entender a una máscara sino como un artefacto que, inmediatamente, produce y multiplica alteridades? A quienes las contemplan les inquieta tanto como atrae: imposible mostrarse indiferente ante las máscaras." Carlos Dávila, antropólogo.

 “La fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la so­ciedad burguesa sus espejos. Nosotros tenemos nuestras imágenes”. Jean Baudrillard, filósofo y sociólogo.

¿Habeis visto la película "La máscara"? Va sobre alguien que encuentra una extraña máscara, y cuando se la coloca en el rostro, se convierte en Loki, que es un ser mitológico nórdico, una especie de ser travioso, que cambia formas, un dios mentiroso. Curiosamente, en árabe "maskharah" es mofa, burla, bufón... y en latino medieval, también significaba "bruja".
Bueno, pues en esta película se muestra lo que una máscara significa tradicionalmente: quien la porta, se convierte en ese ser que porta. Si la máscara es de un dios, se convertirá en ese dios, si es de un animal, será ese ser.

Y es que las máscaras no son solo artefactos decorativos o para el juego. Los seres humanos, en la antigüedad, vivían en relación directa e íntima con la naturaleza. Para hacer frente a sus fenómenos, tenían dos formas: a través de la veneración o a través del engaño. Las máscaras, en la historia de la humanidad, tienen una función reguladora social esencial en una comunidad humana.

Por ejemplo, en los ritos funerarios, la máscara está ahí para hacer de mediador y guía en un momento de crisis como ese, en el encuentro entre el más allá y el mundo terrenal. Controla la fuerza vital de la persona fallecida, la orienta y evita que haya daños o conflictos en la colectividad. Malas sensaciones, malos entendidos... 

También hay otros momentos delicados como las celebraciones en la cosecha de cultivos, las máscaras se utilizan para comunicarse con los ancestros o dioses y suplicarles por una tierra fértil.

También se utilizan las máscaras en una iniciación, y ahí preside un cambio, una transición: de niño/a a adulto, o de ciudadano a guerrero, a sanadora, a chamana... Hay muchos ejemplos.

Algunas mascaradas son meramente lúdicas, como puede ser un desfile o una danza...

Pero curiosamente, la máscara, aunque sea un objeto que tapa el rostro, tiene muchísima relación con el origen de la idea de "persona", de ser individual, de un ser singular, y con su rostro.

Fijaros, para eso vamos a remontarnos al griego clásico y el término para rostro, "prosopon", que literalmente significa "lo que está delante de la mirada de otros". Pero es que también significa máscara o careta. Y no solo en los teatros griegos, sino en los rituales como los que he explicado. Es una cultura en la que la apariencia y el ser era lo mismo. Lo que se veía era la verdad, como cuando decimos que "si no lo veo, no lo creo". Lo que los otros ven, y tu “yo” interior, era exactamente lo mismo.
Es una cultura del honor y la vergüenza, es la cultura del "que dirán", de mantener la pureza del linaje familiar y la reputación. Ésto nos sonará de la cultura mediterranea tradicional. Lo importante es que no se vea, no "dar que hablar a los vecinos". Por eso, también en la cultura clásica griega, colocarse una máscara convertía al que la portaba en el ser que simbolizaba, porque a los ojos de los demás era lo mismo.


El término "persona" ya existía, pero no con el mismo significado de ahora, como ser singular o individual, el “yo” interior. Hay quien dice que este término puede venir de "personare" (es decir, "sonar a través de algo"). Se refiere a la máscara teatral equipada de un dispositivo especial que alzaba la voz del actor para hacerse oir en esos grandes teatros. Aunque hay otros etimologistas que explican que proviene del término etrusco "phersu" (
φersu), que significaba 'máscara'. Al fin y al cabo, aseguran, fueron los etruscos los que llevaron la máscara a occidente.

Y entonces apareció la persona jurídica y la moral. La persona jurídica surge con Roma, con el derecho romano. Todos los ciudadanos romanos son personas civiles, y poseen propiedades, firman contratos, derechos y obligaciones, impuestos... Y además, un solo hombre podía ser sujeto de varios roles, varios papeles sociales: era un padre, o una persona que representa un negocio, o una persona que es parte de una comunidad religiosa... Claro, me refiero a los hombres libres, no a los esclavos que no se les consideraba persona, eran "aprosopon". 



Y entonces llegó la persona moral. Es la religión la que promulga una persona moral, reflexiva, con sustancia. Cuando insultamos y decimos "tú eres insustancial", pues nos estamos refiriendo a la "hipóstasis" en griego, algo así como 'substrato' o 'sustancia'. La tradición cristiana divulga esta noción y todo lo que conlleva, palabras que ahora usamos mucho como dignidad, integridad, igualdad... Ya no importa tanto el que dirán, los roles que tengamos a lo largo de la vida, lo que ven los demás... Importa más lo que está por debajo, lo interior, la razón, el alma. Que eso no cambia.

Y ya sabemos la importancia del alma en la religión cristiana... La cultura de la culpa judeocristiana. Eso de no tener cargos de conciencia, y lo que se decía de "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa" y el hecho de confesarse... 

Si la comparamos con la cultura del honor y la vergüenza, veremos las diferencias. En estas culturas de honor y vergüenza (que algo ya he comentado antes) el problema es si lo que has escondido bajo el felpudo sobresale por los bordes y los demás lo ven, y te "pillan". Recordemos que el rostro y la máscara es lo mismo, es decir, lo que el resto de tu comunidad ve es la verdad. En China, es el "mianzi" o (rostro), el prestigio chino, la reputación y el status social de una persona. "Tener cara" no es como cuando decimos que alguien "tiene mucha cara", como algo negativo. En esta cultura, tener rostro es construirse un nombre, ser alguien, y con rectitud.
En estas culturas, si te "pillan", como decía, la humillación (que no la confesión) es lo más eficaz. Un ejemplo sería esas imágenes de políticos o empresarios asiáticos ante los medios pidiendo perdón y disminuyendo su reputación y su prestigio individual. Vale, también recordamos aquello de "lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir" del rey emérito de España, Juan Carlos, porque fue descubierto de viaje en un safari muy caro en un momento muy duro económicamente para el país. No nos pareció suficiente, y no tardaron en reprocharle "falta de ética y de moral". Realmente no pretendía ser una humillación, sino una confesión, lo que hacía con el perdón era apelar a la bondad cristiana.

Pero el que le demos tanta importancia a la mente, a la sustancia, a la razón... sobre el cuerpo, no significa que no le demos importancia al rostro. Como decimos "la cara es el espejo del alma".

El antropólogo David Le Breton explica incluso que "podríamos calificar al racismo como la liquidación del rostro. Para el racista, el otro no existe en su singularidad. Todos son iguales, según la típica expresión del racista."

y es que "la individuación del rostro también implica disponer de una cierta cantidad de códigos culturales."

Además, la importancia de la vista sobre los demás sentidos está ahí, eso también lo hemos “mamado” de antiguas culturas. Por eso nos gusta tan poco llevar mascarillas. Eso de "si no lo veo, no lo creo". La verdad es lo que se ve. En griego clásico, la "alétheia" que significa "verdad”, también significa "desocultamiento". O por ejemplo la palabra "idea", que deriva del griego (eido) que significa "yo vi" y también significa “yo sé”. Al contrario que a las culturas asiáticas, no nos gustan las sombras y lo que se oculta. Cuando decimos de alguien que "no da la cara", hablamos de la hipocresía. Nos gusta la transparencia y la espontaneidad, la iniciativa individual... Cosas que no son tan bien vistos en la sociedad japonesa o china, ya que las relaciones deben gestionarse teniendo en cuenta unas reglas y pensando en el grupo, manteniendo la armonía y paz social. Es importante mantener un equilibro entre esa máscara que presentamos al resto y nuestro interior. Esa fachada o máscara en japonés es el "tatemae" (tus opiniones o tu manera de ser adaptándote a las obligaciones sociales de tu entorno) y ese interior tuyo, lo llaman "honne" (tus sentimientos y opiniones reales e íntimos.)

Y aún así, los occidentales no hemos olvidado a las máscaras. No hay más que abrir instagram y otras redes sociales, esos selfies, esas fotos demostrando una felicidad infinita. ¿Pero es que nadie trabaja, todos están de vacaciones? Es curioso porque decimos que subimos estas fotos, las "subimos", y los datos los subimos a una nube, ahí arriba. Nuestra foto de perfil, el avatar, también lo subimos. Pero “avatar” significa literalmente "descenso" en sánscrito. Es un concepto dentro del hinduismo y se refiere a la encarnación de una deidad en la tierra, una bajada de un dios a tierra. Y así de ambiguo es el trato a nuestro rostro y a nuestro cuerpo. Culto al cuerpo, sí, pero sin arrugas ni varices ni enfermedades...


Y no en todas las culturas es así. Como siempre, basta compararnos con otras comunidades humanas para verlo. Un hombre canaco de Nueva Caledonia se lo decía al etnógrafo Maurice Leenhardt: “No nos explicasteis nada de lo que es un espíritu. Procedíamos según el espíritu. Lo que nos habéis aportado es el cuerpo".

Por eso, fue con la industrialización y la urbanización cuando se extendieron las
fotografías y los espejos. Los espejos no fueron objeto habitual en las casas hasta la segunda mitad del S. XIX. Y es que nuestra principal prueba de individualidad es el cuerpo y, especialmente, el rostro. Y desde entonces, absorbemos al día cantidades ingentes de datos, de imágenes, medios de comunicación, canales de tv... y nos decantamos no por lo real, sino por la apariencia de lo real. Por un poco de coherencia ante tanto cambio, tanta rapidez, tanta publicidad que capta a cada segundo nuestra atención. Y nos construimos, o mejor, dicho, nos dicen que debemos construirnos una especie de marca personal, construirnos a nosotros mismos y vendernos como si fuésemos un producto más del mercado. Toda la publicidad nos lo dice “se tú”, “se único”, “porque tú lo vales”. Una marca coherente, clasificada, estereotipada, acorde a sus algoritmos, vaya. 

Pero bajo esas máscaras, los seres humanos seguimos siendo seres encarnados, con nuestras contradicciones, cambios, enfermedades, con nuestra historia y nuestras cicatrices.


Blanca Cárdenas y Carlos Dávila, dos docentes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), reunieron una colección de 12 máscaras, elaboradas por diferentes artesanos, que materializan al SARS-CoV-2 en diversas realidades socioculturales en México: nahua y afromestizo de Guerrero, nahua de la huasteca hidalguense, ikoot del sur de Oaxaca, mestizo de Jalisco, mixteco del sur de Puebla y nahua del centro de Veracruz...
"Cada una de estas máscaras ofrece la visión y la narrativa del mascarero que la imaginó, y construyó. Se trataba de darle rostro a la COVID-19, y dejar constancia de sus efectos en la memoria, no de motivar el diseño de una artesanía “souvenir”. O tal vez sí. ¿Por qué no? Sumados a los cubrebocas adornados con “arte étnico”, es posible que estas máscaras nos digan mucho sobre algo que los pueblos afrodescendientes e indígenas han vivido con especial desasosiego en los últimos cinco siglos en México y América Latina. Esta memoria en madera le puso rostro al virus."
 
"Los artesanos trabajan con diferentes estrategias. Cuando le preguntamos a uno por qué tardaba tanto, dijo: "Lo siento, no he podido soñar". Este artista tuvo que soñar su máscara, porque así podía entrar en el mundo sobrenatural." explica Dávila.
Y continúa: "Una muerte causada por consecuencias humanas, como el virus, es una mala muerte. Creen que cuando alguien muere por causas naturales, se transforma en una estrella. Cuando uno muere de forma no natural se convierten en aire infectado. Algunos piensan que el origen del virus es la continua agresión a nuestro planeta y la destrucción de la naturaleza. Dicen que la tierra está llorando."
 

 
 
 
- "El individuo y sus máscaras". María Belén Altuna Lizaso.
- Entrevista “David Le Bretón: 'Internet es el universo de la máscara'”. Por Mercedes Funes. En: LN Revista, de Diario La Nación. 18 de julio.
-  "El crisantemo y la espada: los patrones de la cultura japonesa" Ruth Benedict (invitación de la Oficina de Información de Guerra de Estados Unidos, con el fin de comprender y predecir el comportamiento de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial).

lunes, 14 de febrero de 2022

Martha, la última paloma mensajera: las mascarillas, el meta-verso, y la economía de la atención.

"Entonces habrán nuevas enfermedades. Es un hecho fatal. Otro dato, igual de fatal, es que nunca podremos rastrearlos desde su origen."

 Escribió Charles Nicolle, Premio Nobel de Medicina 1928, en "Destin des Maladies Infectiques" (1933). Las causas: el impacto del ser humano en su entorno, la expansión de las poblaciones humanas, la desigualdad y el cruce de la barrera de las especies. Y recuerda que:

El conocimiento de las enfermedades infecciosas enseña a los hombres que son hermanos y solidarios. Somos hermanos porque nos amenaza el mismo peligro, unidos porque el contagio más a menudo nos viene de nuestros semejantes.

También somos, desde este punto de vista, cualesquiera que sean nuestros sentimientos frente a ellos, solidarios con los animales(...). Los animales a menudo portan los gérmenes de nuestras infecciones (...). ¿No sería eso motivo suficiente, terrenal, egoísta, para que los hombres miraran con solicitud a los seres que les rodean (...)? 

Es un lugar común pensar y decir que con el precio de un proyectil salvaríamos muchas vidas humanas, que con el de un acorazado construiríamos y equiparíamos laboratorios, fértiles en descubrimientos, y que, si los hombres hubieran puesto a disposición de eruditos el presupuesto de la última guerra, habrían reducido y borrado varias de nuestras enfermedades más graves."

"¿Dónde estabas o qué estabas haciendo cuando cayeron las torres gemelas?"
Recordamos la situación exacta, las emociones, las conversaciones casi palabra por palabra. Absortos mirando una pantalla, o buscándola para ver el directo, conscientes de que era un acontecimiento mundialmente histórico. Pero "¿dónde estabas o qué estabas haciendo cuando vino la epidemia?" Las epidemias son cosa distinta. Vienen y se fraguan desde abajo no como revolución, sino como visita, que es el significado original de la palabra "epidemia" en griego antiguo, "visita", llegada a un lugar. Una visita no bienvenida, que irrumpe en las rutinas de la gente común, que ni pretenden ni se imaginan que sus acciones tengan alguna consecuencia en la historia mundial. No se consideran partícipes aunque sí conscientes de que es algo que está cambiando el curso de la historia a nivel mundial. Quizás es que, como expresó Albert Camus, "la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan." Y así los seres humanos pasamos por la historia, pasas que cosan, seguimos en la rutina de producir y consumir mientras, inmunodepresivos, la enfermedad nos consume. La palabra "consumo" en su origen tuvo ese significado, precisamente, de cómo las enfermedades debilitan, unas más que otras: la tuberculosis llegó a ser nombrada también como "consumo".


Pero hay otra palabra cuya etimología alude a esa solidaridad que recuerda Charles Nicolle en tiempos de gripe, la de la pandemia. "Pandemia" era una palabra que se usaba para describir un tipo de amor. Afrodita Pandemos (hija de Zeus y Dione), era el amor 'de todo el pueblo', del amor vulgar, la Afrodita capaz de pacificar y unir en un único cuerpo sociopolítico a los habitantes de distintas clases. Ese amor vulgar nada heróico, que nadie recuerda ni es evocador como las guerras preventivas o los empresarios donando o naves alunizando. El amor rutinario del mirar con solicitud, del silencio que acompaña y la comunicación no verbal, del mantenimiento como productividad, de la cordialidad y la identidad que late al ritmo de los demás.  
 
El amor vulgo que resiste aún en la corte, en la cortesía que es lo mismo que urbanidad, en ese baile de distancias y mascarillas que llevamos a regañadientes. Y es normal: en una forma de vida en la que prima la individualidad, a lo largo de la historia nuestro vestuario se ha ido desprendiendo de todo lo que tuviera que ver con el anonimato, de todo lo que escondiera la identidad: capas, pañuelos, velos o embozos y todo lo que tapara el rostro, símbolo supremo de la Identidad. Mostrar, descubrir, el desocultamiento ha sido en Occidente sinónimo de verdad, de transparencia y confianza, individualidad y modernidad.

Pero el distanciamiento será físico, que no social. Porque la conexión social humana es posible aún en la distancia. Aún cuando la TV nos escupe imágenes de egoísmo, caos y competición incluso en algo tan vulgo como hacerse con ingentes cantidades de paquetes de papel higiénico para ti y para los tuyos. 

Porque en el caso de los seres humanos, en una variedad de emergencias y
desastres, lo común es la cooperación y el comportamiento ordenado y regido por normas.
Incluso un altruismo notable: por la epidemia de Covid-19, se crearon múltiples redes horizontales de atención y apoyo. Rebecca Solnit en 'Un paraíso en el infierno', proporciona más relatos que
desmontan el mito de que tras los desastres repentinos, la gente se vuelve desesperada y egoísta.
De hecho, en los incendios y otros peligros naturales, las personas tienen más probabilidades de morir por no responder a las señales de peligro hasta que sea demasiado tarde, que por reacción exagerada o caótica ante ellos.

El comportamiento de las personas está continuamente influenciado por las normas sociales: lo que percibimos que otros están haciendo o lo que pensamos que otros aprueban o desaprueban. Incluso las ideas conspiranoicas, o negacionistas, que se autodefinen como pensadores autónomos al margen del rebaño, también aluden al "cada vez somos más" para resultar convincentes. La gran cantidad de redes sociales está sostenida bajo esta premisa, ganar afiliación o aprobación social.

La socióloga Shoshana Zuboff escribe sobre las palomas mensajeras en "La era del capitalismo de vigilancia" y compara su triste historia con el diseño de las redes sociales para inducir y exagerar esa querencia al rebaño humano, "sobre todo entre los jóvenes", que "cautiva nuestra atención con esos oscuros encantos suyos de la comparación, la presión y la influencia sociales". Explica: "los etnólogos llaman a esta orientación “hogar en la manada”, una adaptación de ciertas especies, como las palomas mensajeras y los arenques, que se dirigen a la multitud en lugar de a un territorio en particular". Para atrapar a miles de estas palomas a la vez, los recolectores utilizaron ese instinto: no estaban atadas a ningún territorio, el único 'hogar' que conocían estaba en la multitud. Por eso, unicamente tenían que atrapar algunas aves y atarlas con los ojos cerrados, que el resto de la bandada descendía para “atenderlas”. La última paloma mensajera murió en el Zoológico de Cincinnati en 1914. Se llamaba Martha.
 
"Mientras centramos nuestra atención en la multitud, los apresadores comerciales nos rodean con sus tecnologías y arrojan sobre nosotros sus redes", advierte Zuboff.
 
El problema es que siendo en realidad plataformas publicitarias, su objetivo es generar enganche y adicción gracias a la envidia y a la frustración perpetua de los consumidores ante la exigencia de mantener una "marca personal". "Esta intensificación comercial de la querencia al rebaño no puede sino complicar, retrasar o impedir la difícil negociación psicológica para alcanzar el equilibrio entre el yo y los otros", puntualiza.
 
Deseamos a toda costa sostener esa marca personal y el papel de emprendedor y coach de nuestro viaje vital. El ideal de los profesionales del coaching es "no cuestiones el mundosimplemente adáptate y además saca beneficio económico". "Piensa en positivo, si llueve tienes dos opciones, o quejarte o vender paraguas". Somos accionistas de nuestra propia fuerza de trabajo y el mundo es un mercado donde deben captar tu valor. La publicidad que te sugiere que "tú lo vales" y te desafía a que "seas tú mismo", lo que te pide es que seas ese "ave de señuelo", que encajes tu identidad en unos algoritmos coherentes, patrones reconocibles y estables para que puedan armar una publicidad más personalizada y poder captar así la poca atención que nos queda en nuestra ajetreada vida. 
 
Y en ese trajín debemos conseguir sostener una identidad virtual pero sin aristas ni ambages: compartir no lo que hemos vivido, sino lo que queremos que crean que hemos vivido. La percepción de una vida feliz, llena de experiencias y vivencias sin momentos aburridos ni rutinarios, sin ambigüedades ni contradicciones, sin desigualdades ni injusticias. Antes, el desocultamiento y la transparencia eran sinónimo de la verdad. Pero cuando la verdad es un enorme lodazal y todo está bajo sospecha, es más cómodo fijarse en lo que aparenta mayor grado de realidad: la apariencia y la actualidad. La incomodidad debe evitarse a toda costa, y la realidad incomoda.
 
Una vida repleta de algo así como la obsolescencia programada de la experiencia vital: paquetes de experiencias llenos de vivencias intensas y fugaces, novedades instantáneas llenas de "likes" que cuando acaban, (y acaban rápido), te azuzan a consumir más. La felicidad de la publicidad es solo un momento antes de que quieras más felicidad, explicaba Don Draper en la serie "Mad Men". 
 
Experiencias de vida como inversiones en bolsa, sobre las que ni puedes comprender sus procesos de cambio ni controlarlas en alguna medida a lo largo del tiempo y los espacios. Son reacciones e impulsos, sobresaltos. Cada vez más acotados por las burbujas de nuestros filtros, sin poder ver más allá de nosotros mismos y de los valores en relación con nuestra identidad. Evaluamos a todos en función de lo que pueden hacer por nosotros, y los tratamos en consecuencia.
 
Y cada vez más proclives a las dinámicas competitivas entre identidades políticas, avivadas por los algoritmos que refuerzan y radicalizan nuestro sesgos, porque la vida es una carrera donde hay ganadores y perdedores, y la ira y el miedo (como esa paloma que aletea desesperadamente) resultan ser el mejor cebo para el enganche. 
Nuestro avatar es el señuelo, y el distanciamiento social es cada vez mayor. 

Se nos expulsa a la multiplicidad sin capacidad de acuerdo, sin códigos de interacciones, sensaciones, experiencias comunes. Sin una vida reflexiva y comunal tejida en el cuidado. Un cuerpo social que sin reflexión ni atención, es incapaz de encontrar una narrativa o estrategia de solidaridad común, de compromisos comunes, y que solo reacciona a estímulos, no a acciones planificadas. 
 
Y del amor vulgar, del vulgo, de la diferencia como fortaleza, se pasa a las colectividades con escasez de solidaridad
. En el libro de Sara Schulman, "La gentrificación de la mente: testigo de una imaginación perdida", cuenta como en su edificio, eran los inquilinos más antiguos los que estaban más dispuestos a solidarizarse y organizarse para conseguir servicios y quejarse por los roedores o las luces fundidas, mientras que los inquilinos nuevos "están muy poco dispuestos a exigir cuestiones básicas. Carecen de la cultura de la protesta" en situaciones que exigía acciones colectivas. Preferían cruzarse con ratas en pasillos oscuros a tener que organizarse con los otros vecinos...
¡Y pagaban alquileres mucho más altos!
 
"Antes de la herramienta que empuja la energía hacia afuera, hicimos la herramienta que trae la energía a casa", escribió la escritora Úrsula K. Le Guin. Y lo explica de esta manera: el mayor invento de nuestros antepasados, antes de los palos y las espadas, fue el recipiente. Para meter algo que quieres y guardarlo o disfrutarlo o compartirlo. El recipiente como una canasta de mimbre, ideal para dispersar las esporas de las setas que contiene. Recipiente también es el hogar mismo, o el bloque de vecinos, que resulta ser el recipiente de personas. Incluso la persona misma como recipiente, llena de muchos yoes que fluyen, intersección de muchas fuerzas dentro y fuera, y que se resiste a una definición impuesta. O el carro de la compra, que en el tiempo de la espera del confinamiento se llenó de cervezas, chips, harina y levadura... Porque parecían ser todos los días iguales, y al tiempo lo ritualizamos con sucesiones rítmicamente regulares, con rutinas y repeticiones: tiempo de ejercicio, ágapes, videollamadas, cocinar, charla y cerveza, juego...

Y la espera continúa como Kairós, el nieto de Cronos en la mitología griega, ese momento idóneo entre el deseo y su satisfacción. La espera adecuada como práctica en el pensamiento utópico. Utopía siempre en el horizonte, decía Galeano, que sirve para caminar. "Esperanza activa", pide Joanna Macy. También es un recipiente la imaginación, para ir recolectando historias, valores y significados bioculturales diversos. Un recipiente de "ideas", palabra derivada del griego "eido", que significa tanto como "yo vi" como "yo sé". El desocultamiento.

No necesitamos de Internet para reproducirnos, sino del agua, la tierra, el sol. Las utopías tecnológicas alimentan la fantasía de un cuerpo inmortal, pero no alimenta a nuestro cuerpo. No necesitamos del meta-verso, sino del pluri-verso, donde sean seguras las emergentes y fluidas diferencias humanas en un mundo que, lo queramos o no, escapa de nuestro control. En un cuerpo que, lo queramos o no, es vulnerable, y contagioso, y terrorista. Quizás no la inmortalidad, pero si la sensación de una vida más larga y plena, se consigue con una mayor cantidad de tiempo de disfrute, de atención plena en lo real, de mirar y ver, de tocar otros cuerpos vulnerables. La biodiversidad nos ha dado una lección primordial: una comunidad diversa con una red compleja de interdependencias resiste mejor a los embates en la historia. Los monocultivos, la falta de diversidad, reduce los cortafuegos y atrae plagas y enfermedades.


 

Fuentes: 

"Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención" Jenny Odell.  

"La peste". Abert Camus.

"Destin des Maladies Infectiques". Charles Nicolle.

 "Un paraíso en el infierno. Las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre". Rebecca Solnit.

"El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera". Andrea Köhler.

"La pandemia de la desigualdad. Una antropología desde el confinamiento". Jose Mansilla.

"El enemigo conoce el sistema. Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención". Marta Peirano. 

"La gentrificación de la mente: testigo de una imaginación perdida". Sara Schulman.

 "The Carrier Bag Theory of Fiction". Úrsula K. Le Guin.

 "Using social and behavioural science to support COVID-19 pandemic response". Jay J. Van Bavel, Katherine Baicker, Robb Willer, et a.